El Marxismo y sus fracasos

A finales de los ochenta el mundo quedó sorprendido por la debacle de la URSS. Pero tal vez más sorprendente aún que la incruenta cancelación del imperio soviético fue el dócil comportamiento del PCUS: sus veinte millones de miembros acataron la orden de disolverse sin protestar, y el país de Lenin, el país de la "gloriosa Revolución de Octubre", meca y mito de todas los revolucionarios radicales del siglo XX, a una sorprendente velocidad enterró los dogmas y doctrinas marxistas-leninistas con un universal gesto de fatiga. A finales de los ochenta ¿Por qué Gorbachov , pese a su temperamento enérgico, no intentó frenar la descomposición de la URSS y del llamado campo socialista? La respuesta sigue pareciendo convincente: porque en la psicología profunda de Gorbachov, o en eso a lo que llamamos "carácter", había un elemento genuino de aborrecimiento de la violencia. Gorbachov no ignoraba que se estaba desintegrando el mundo parido por Lenin a partir de 1917, pero sabía que para mantenerlo sujeto era indispensable sacar el Ejército Rojo a las calles y matar varios millones de personas. Seguramente es lo que hubieran hecho Stalin, Kruschov o Breznev, pero él era demasiado compasivo para ordenar una carnicería de esa magnitud.

¿En definitiva, por qué fracasó el comunismo? Porque no se adaptaba a la naturaleza humana". Las reflexiones que siguen van encaminadas a explorar esa premisa, aunque se hace necesario cierto rodeo previo.

El marxismo y sus fracasos En realidad, hay un primer elemento de bulto, extraído del método científico, que indica que, en efecto, hay algo en el sistema comunista que invariablemente conduce al fracaso. Cuando llevamos a cabo un experimento en un laboratorio, y luego podemos repetirlo en las mismas condiciones y los resultados son similares, de esta experiencia extraemos reglas y conclusiones.

Por la otra punta, cuando intentamos obtener unos resultados previstos, y realizamos el mismo experimento, pero variando las circunstancias, y en ningún caso logramos esos resultados, la conclusión obvia debería ser que la premisa científica estaba equivocada.

Apliquemos, pues, ese criterio de Marx a la experiencia comunista. La premisa marxista establecía que al eliminar la propiedad privada y planificar la producción se produciría una mejoría intensa del modo de vida físico y espiritual de las personas hasta alcanzar una sociedad justa, equitativa, feliz, y en la que no estuviera presente la violencia coactiva del Estado porque éste habría desaparecido. Se llegaría a una sociedad en la que ni siquiera serían necesarios los jueces y las leyes porque la convivencia entre los seres humanos estaría basada en una forma de espontáneo altruismo capaz de armonizar fraternalmente las necesidades e intereses de todas las personas. Esta premisa se sustentaba en los supuestamente providenciales hallazgos de Karl Marx en el terreno histórico, filosófico y económico que Engels sintetizó hábilmente en la oración fúnebre que le dedicara en 1883, en el momento de su muerte.

Engels pudo agregar que Marx también trató de explicar la crisis final del capitalismo como resultado de una superproducción creciente, producto de la falta de planificación, dado que cada codicioso empresario ocultaba sus planes particulares a la competencia, acumulando stocks invendibles que generarían grandes masas de desempleados o de asalariados remunerados con sueldos decrecientes, provocando con ello una catástrofe económica que sumiría a los trabajadores en una espiral de progresiva miseria que no podía tener otro fin ni otro destino que la revolución mundial para terminar con ese criminal modo de explotación. Llegado ese punto, los obreros y campesinos -pero especialmente los obreros, que eran los sujetos históricos que habrían adquirido "conciencia de clase"— destruirían los Estados burgueses y los sustituirían por "dictaduras del proletariado" provisionales hasta alcanzar el fabuloso mundo prometido por los marxistas.

Provistos de estas fantásticas ideas, que a ellos les parecían "científicas", aunque sólo eran hipótesis dudosas que casi inmediatamente comenzaron a ser desmontadas por otros pensadores -como Eugen von Böhm-Bawerk, quien ya en 1896 pulverizó la teoría del valor de Marx y sus postulados sobre la plusvalía-, en diversas partes del planeta numerosos reformadores sociales, llenos de buenas intenciones, sin esperar a la crisis final del capitalismo, encontraron una justificación para recurrir a la violencia, dada la santidad de los fines que se perseguían.

Así las cosas, desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX, surgieron figuras como Lenin, Trotski, Stalin, Kruschev, Tito, Enver Hoxha, Todor Zhivkov, Fidel Castro, Ché Guevara, Georgi Dimitrov, Nicolás Ceaucesu, Mao, Tito, Walter Ulbricht, Kim Il Sung, Pol Pot y otras varias docenas de líderes que compartían un prominente rasgo biográfico: todos ellos se entregaron abnegadamente a una causa política por la que padecieron persecuciones y sufrimientos, y por la que arriesgaron la vida en numerosas oportunidades.

Sin embargo, ese no era el único elemento que los unificaba: todos ellos, cuando ejercieron el poder dentro del sistema comunista, lo hicieron cruelmente, asesinando y encarcelando a millones de personas, acusándolas de traición, de rebelión o de simple desobediencia, cuando en la infinita mayoría de los casos se trataba de personas simplemente desafectas que sostenían puntos de vista diferentes o eran ex camaradas desengañados con las ideas marxistas.

La represión brutal, pues, no parecía una aberración del sistema sino la consecuencia natural de tratar de implantar un tipo de sociedad extraña a los valores y expectativas de las personas. Los revolucionarios rusos llegaron al poder en 1917, y un año más tarde Lenin ya daba la orden de crear "colonias penales" y de utilizar una feroz represión contra mencheviques, kadetes, o cualquier fuerza acusada de simpatizar con los reformistas de Kerenski, tarea en la que Trotski colaboró con criminal energía, como recuerdan los historiadores que se han ocupado de la matanza de los marinos de Kronstand. Pero las instrucciones de Lenin iban más allá todavía: era importante castigar indiscriminadamente, incluso a inocentes, para que nadie se sintiera seguro y todos obedecieran. Era el principio del Gulag que luego Stalin continuaría con entusiasmo vesánico hasta dejar varios millones de muertos en las cunetas y calabozos, baño de sangre al que añadiría los juicios públicos a comunistas acusados de colaborar con el enemigo, farsas que solían culminar con la autoconfesión de crímenes nunca cometidos, gritos de militancia revolucionaria y la posterior descarga de los fusiles y el tiro en la nuca.

Naturalmente, no hay nada desconocido en esta rápida descripción del terror comunista en las primeras tres décadas de su implantación en la URSS, pero a donde queremos llegar es a la siguiente observación: exactamente eso, o algo muy parecido, ocurrió luego en Bulgaria y en Rumanía, en Checoslovaquia y en Hungría, en China y en Corea del Norte, en Cuba y en Etiopía. Donde quiera que se implantaba el totalitarismo comunista aparecían el paredón de fusilamientos, las innumerables cárceles, las torturas, los juicios públicos, los siempre vigilantes cuerpos de delatores, la paranoica policía política, permanentemente dedicada a la búsqueda de traidores contactos con el exterior, los pogromos, los atropellos sin límite, las persecuciones a las minorías ideológicas, sexuales y, a veces, étnicas, y el control total de la vida de las personas, que ya ni siquiera podían emigrar, porque el deseo de marcharse resultaba ser una prueba clara de deslealtad a la patria.

Daba exactamente igual que el proceso lo dirigiera un abogado cubano como Fidel Castro, educado por los jesuítas, un ex seminarista cristiano como Stalin, un maestro como Mao, un militar como Tito o un afrancesado y tímido burgués como Pol Pot. No era una cuestión de personas sino de ideas y de métodos: todos no podían ser psicópatas malignos. No había diferencia en que se tratara de regímenes impuestos por el ejército soviético, como ocurrió en varios países de Europa central, o que fueran el resultado de revoluciones, guerras civiles o golpes autóctonos, como en Albania, Cuba, China o Etiopía: el resultado —admitidas algunas diferencias de grado más que de fondo— acababa por ser muy parecido, como si la implantación del comunismo inevitablemente trajera aparejada una sanguinaria manera de maltratar a los seres humanos.

¿Por qué esa cruel fatalidad? ¿Cómo personas bien intencionadas, altruistas, que creen dedicar sus vidas a la redención de sus conciudadanos, incurren en esas monstruosidades? Seguramente, porque sacrificaban cualquier juicio moral con relación a los medios que utilizaban con tal de alcanzar los fines que se habían propuesto. Eso se ve con toda claridad en un párrafo clave del Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental -un cónclave planetario de guerrilleros, terroristas y radicales comunistas de medio mundo congregado en La Habana en 1966- enviado por el Ché Guevara, quien entonces preparaba su aventura boliviana, en el que el médico argentino reivindicaba "el odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta y selectiva máquina de matar". Odiar y matar a los enemigos era exactamente lo que debía hacer el revolucionario en nombre del amor a la humanidad, y por ello no debía sentir la menor vacilación o pena.

Esta fanática certeza en las creencias comunistas que ha convertido a Stalin, al Che, a Pol Pot y a tantos revolucionarios en criminales políticos, tiene, además, dos consecuencias nefastas. Por una parte, los lleva a crear un lenguaje compatible con el odio, inevitablemente precursor de la agresión. Los adversarios ideológicos son siempre "gusanos", "apátridas", "vendepatrias", "lamebotas del imperialismo", es decir, una gentuza infrahumana que se puede suprimir sin contemplaciones con un balazo en la cabeza o se puede internar para siempre entre rejas, como se hace en los zoológicos con los animales peligrosos. La segunda consecuencia de esta actitud dogmática es el autismo moral. En general, quienes permanecen fieles a las creencias comunistas se cierran totalmente a otros estímulos intelectuales críticos o a proposiciones más razonables, enterrando la cabeza en la arena, como afirman que hacen los avestruces cuando se sienten en peligro.

Otras circunstancias, los mismos resultados ¿Sería acaso un problema cultural? ¿Habría tal vez culturas más proclives a ejercer la violencia o a aceptar la tiranía y otras en las que el comunismo podía arraigar de manera más suave y natural? No parece. El comunismo se intentó en el enorme imperio ruso en el que coincidían cien pueblos distintos; en la Alemania del Este, corazón de Europa, desarrollada y culta; en Checoslovaquia y Hungría, dos fragmentos gloriosos del viejo Imperio Austro-Húngaro; en el mosaico Yugoslavo; en la Albania culturalmente desovada por Turquía; en China, en Vietnam, en Camboya, en Corea del Norte; en Cuba; en el Africa negra de Angola y Etiopía. Y en todos fue un desastre.

Se intentó en pueblos de raíz greco-cristiana, como Rusia, Bulgaria y Rumanía; en pueblos católicos, como Hungría, Cuba o Nicaragua; en pueblos cristiano-protestantes, como Alemania o Checoslovaquia; en pueblos islamizados como Albania, ciertas porciones de Yugoslavia y algunas repúblicas del Turquestán soviético; en otros de tradición confusiana, budista y taoísta, como China, Camboya, Vietnam y Corea del Norte.

Y en todos fracasó. Lo ensayaron sociedades de origen eslavo, germánico, chino, subsahariano, latino, hispanoamericano, escandinavo y turcomano, y todas concluyeron en el desastre, el abuso, la pobreza y la mediocridad. Un fracaso del que sólo conseguían salvarse abandonando el sistema, o del que todavía hoy intentan huir mixtificándolo con medidas características de las sociedades occidentales tomadas de la economía de mercado.

Pero, ¿cómo y por qué podemos afirmar que se trata de experimentos fracasados? ¿No habla la propaganda comunista de sociedades dotadas de extendidos sistemas de salud y educación, en las que no existe el desempleo y todas las personas disfrutan de unos bienes mínimos, suficientes para sostener una vida feliz? Naturalmente, éxito y fracaso son siempre juicios relativos, pero, como en los laboratorios, contamos con experimentos de control y contraste que nos permiten calificar de total desastre la experiencia comunista: tras la segunda guerra mundial varios países y sociedades homogéneas se dividieron en los dos sistemas antagónicos que durante medio siglo disputaron la Guerra Fría. Hubo dos Alemanias, dos Coreas, y dos o varias Chinas: la continental, Taiwan, Hong Kong, e incluso Singapur. Hubo una Austria neutral en la que se instauró la democracia y se insistió en la economía de mercado, mientras Hungría y Checoeslovaquia -los otros dos grandes fragmentos del viejo Imperio Austro-Húngaro- quedaban tras el telón de acero.

La comparación de los resultados no ha podido ser más humillante para el sistema comunista. Alemania Occidental, Austria, Corea del Sur, las Chinas capitalistas, se desarrollaron mucho más eficaz y humanamente, desplazándose hacia formas de convivencia cada vez más democrática y respetuosa de los derechos civiles, como sucediera en Taiwán y en Corea del Sur, convirtiéndose en un poderoso polo de atracción para quienes tuvieron la desgracia de quedar al otro lado de los barrotes.

Las sociedades capitalistas no eran perfectas, por supuesto, y no estaban exentas de graves problemas, pero el flujo migratorio indicaba la clara preferencia de los pueblos. Nadie saltaba el muro en dirección del Este. Los chinos que lograban huír pedían asilo en Taiwan o en Hong Kong, nunca en el paraíso de Mao. La mayor parte de los prisioneros norcoreanos cautivos en Corea del Sur, terminada la guerra en 1953, imploraron no ser devueltos al país del que provenían. Cuba, tras ser un importante refugio de inmigrantes a lo largo del siglo XX, a partir de la revolución se convirtió en un pertinaz exportador de balseros y emigrantes.

Los estados comunistas, como observara la profesora y diplomática norteamericana Jeanne Kirkpatrick, eran las primeras entidades políticas de la historia que construían murallas no para evitar las invasiones, sino para impedir las evasiones de sus desesperados súbditos, y no hay un juicio más certero para medir la calidad de una sociedad que la dirección en que se desplazan los migrantes.

¿Sería, acaso, un problema de recursos materiales? Tampoco: resultaba evidente que el comunismo fracasaba en todas las circunstancias materiales posibles, aún cuando tuvieran enormes posibilidades de triunfar. La URSS contaba con inmensos recursos naturales, mayores que los de cualquier otro país del planeta. Ucrania había sido el granero de Europa hasta la Primera Guerra mundial. Bulgaria y Rumanía tenían una buena experiencia en el terreno agrícola. Alemania del Este, Checoeslovaquia y Hungría poseían una antigua tradición industrial y científica, y podían exhibir un copioso capital humano formado en notables universidades.

Todos esos países crearon un mercado común articulado en torno al COMECON -la respuesta soviética al Plan Marshall y a la Comunidad Económica Europea- y coordinaban sus esfuerzos económicos, financieros e investigativos. No obstante, todos esos factores positivos no eran suficientes para generar riqueza, tecnología o avances científicos en la cuantía en que Occidente lo lograba, y, visto ya con cierta perspectiva, resulta casi inexplicable que, con ese inmenso potencial a su servicio, el bloque comunista no haya sido capaz de originar siquiera una sola de las grandes revoluciones tecnológicas del siglo XX: la televisión, la energía nuclear, los antibióticos, la biotecnología, los vuelos supersónicos, los transistores o la computación.

Sólo en un aspecto, el de carrera espacial, los soviéticos tomaron la delantera por un corto periodo tras el Sputnik lanzado en 1957, pero ese episodio más bien parecía un subproducto de la cohetería militar, una industria favorecida por el Kremlin, donde también habría que inscribir la impresionante actividad espacial posteriormente desplegada por Moscú.

(A fines de los años cuarenta, cuando comenzó la Guerra Fría, Estados Unidos lanzó el Plan Marshall en Europa occidental para contribuir a la restauración de los países devastados por la Segunda Guerra. Poco después, Francia, Alemania, Bélgica y Holanda comenzaron una suerte de mercado común de la energía que eventualmente se transformaría en la Unión Europea, UE. La URSS, que se opuso al Plan Marshall, para competir contra estos esfuerzos de integración de Occidente, creó un mecanismo de coordinación económica con todos sus satélites al que llamó Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME).

El resultado de esa competencia entre la Europa capitalista y la comunista, entre la UE y el CAME, está a la vista de todos: Europa occidental se convirtió en un espacio económico y social opulento y agradable, sembrado de ciudades luminosas, con trabajadores que tenían un alto nivel de vida, mientras los países miembros del CAME eran empobrecidas dictaduras atormentadas por la escasez y la falta de servicios. Los obreros de la Alemania capitalista iban a sus trabajos en cómodos Volkswagen que podían comprar en cualquier momento, pero sus compatriotas comunistas tenían que esperar hasta cinco años para adquirir un Trabant, un coche diabólicamente incómodo de dos cilindros diseñado por algún ingeniero patológicamente sádico.

¿Por qué fracasó el CAME? Por comerciar sin competir. Los comunistas, adictos a la planificación, se asignaron tareas. A los rusos les tocaba la responsabilidad de suministrar petróleo (como ocurre hoy con Venezuela). Los alemanes y polacos construirían los barcos. Los eslovacos, las armas. Los cubanos aportarían el azúcar. Los búlgaros, húngaros y checos, los productos agrícolas, las carnes, los embutidos y cierta industria ligera. ¿Para qué seguir? No había creatividad. No había empresarios decididos a triunfar. Los intercambios los planeaban y ejecutaban aburridos burócratas que tomaban las decisiones mecánicamente, siempre bajo el dictado de los comisarios políticos. Al final lograron un resultado asombroso: por primera vez en la historia se consiguió un modelo de negocios en el que todos perdían. Por eso, cuando en 1991 desapareció la URSS, inmediatamente los integrantes de ese organismo huyeron sin dudarlo hacia el mercado y la competencia. Ya habían conocido los “justos términos del intercambio socialista”. Eran el horror).

No obstante, todavía existía una coartada final para no admitir que el marxismo partía de una serie de errores intelectuales originales que conducían al fracaso a todos los líderes, en todas las culturas y hasta en las más prometedoras circunstancias materiales: y ese pretexto era la idea de que existía un "socialismo real" que fracasaba por errores humanos en su torpe implementación y no por el carácter equivocado de los planteamientos originales. Se negaban a aceptar, entre otras evidencias, la melancólica observación de Yakovlev: el comunismo, sencillamente, no se adapta a la naturaleza humana. Exploremos ahora las diez principales razones de esta esencial incompatibilidad.

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